Comentario
La exaltación de la humanidad de Cristo en el siglo XIII gracias sobre todo a los franciscanos, estuvo precedida e íntimamente ligada -así en san Anselmo- a la creciente devoción a la cruz. Ya en pleno siglo XI esta había dejado de ser el signo infame de otros tiempos pare convertirse en verdadero emblema de los cristianos. El crucifijo no sólo acompañaba a los difuntos en su mortaja o presidía el cementerio, sino que era también el emblema de los cruzados y sus gestas, la enseña de los reformadores de la "Pataria" milanesa y el estandarte de no pocas cofradías. Convertida en objeto de culto, la cruz fundamentó practicas devocionales tan importantes como la del "Via vía".
Mas el culto a la cruz no era, pese a su importancia, sino una manifestación de la religiosidad debida a Jesucristo, mientras que la eucaristía significaba la presencia real del mismo Redentor entre los fieles. De ahí que, una vez asentado el dogma de la transubstanciación a lo largo del XII, fuera extendiéndose por toda la Cristiandad el denominado culto eucarístico que junto con la devoción a Santa María constituyen los elementos fundamentales de renovación de la religiosidad laica en el Pleno Medievo.
Ya en el siglo XI se extendió la costumbre entre los fieles de arrodillarse en presencia del viático como signo de adoración al Santísimo Sacramento. Costumbre que luego se extendería a la ceremonia de la comunión en el siglo XII. Mas al mismo tiempo, y dada la infrecuencia de la comunión entre los laicos, se hizo común la elevación de la hostia en el momento de la consagración para que toda la feligresía pudiera contemplarla. Pronto esta ceremonia -documentada por vez primera a fines del XII- pasó a considerarse el centro de la misa. Hasta el punto que llegó a apreciarse incluso más importante la contemplación del cuerpo del Señor que la comunión misma. Ajenos a toda complicación intelectual, los fieles sentían que se encontraban ante un misterio tan insondable que no podían sino manifestar su respeto con los mismos gestos que reservaban a los reyes. Surgió así, de manera espontánea, el rito de la genuflexión, universalmente admitido mucho antes de que la Iglesia lo hiciera obligatorio, junto con la elevación del cáliz, en tiempos de Gregorio X (muerto en 1276).
Por otro lado, en la Inglaterra del siglo XII surgió la costumbre, luego extendida a todo Occidente, de depositar, suspendida sobre el altar mayor, una píxide conteniendo una hostia consagrada, acompañada de una lámpara permanentemente encendida. La contemplación de la santa reserva fue motivo inmediato de culto, generalizándose pronto la genuflexión y permitiendo, fuera ya del templo, el nacimiento de nuevos ritos eucarísticos asociados al ciclo pascual. Así, la procesión de la hostia en el Domingo de Ramos; el monumento o custodia, en donde se depositaba la sagrada especie el jueves de Pascua y finalmente la procesión solemne de la misa de los presantificados del Viernes Santo.
Como culminación de estos ritos surgió en la diócesis de Lieja a partir de 1246 la fiesta del Corpus Christi, que pasaría a ser universal en 1264 gracias a la intervención de Urbano IV, antiguo arcediano de la ciudad belga.
En las últimas décadas del XIII surgirán por fin los primeros milagros eucarísticos en los Países Bajos y Francia del norte, pare expandirse luego por toda la Comunidad. La gran mayoría respondía al conocido esquema argumental de la pérdida (intencionada o no) de una hostia consagrada, encontrada milagrosamente años más tarde en perfecto estado. Mas pronto algunos adoptaron un claro matiz antisemita. El judío, prototipo del ladrón sacrílego, e involuntario causante del milagro (por ejemplo, la hostia acuchillada que manaba de inmediato sangre), reafirmaba así su imagen de miembro del denostado pueblo deicida ante el conjunto de los cristianos.